EL QUID DE LA NATURALEZA DE LA DIGNIDAD Y LOS DERECHOS HUMANOS

Autor: Luis Ernesto Kamada


“Las gaviotas vuelan y nadie / se salva de existir,
/ ni aún los compañeros que murieron y esperan /
un mundo sin desprecio…”
Juan Gelman, “Profecías”

Advertencia preliminar

Resulta necesario advertir que este trabajo habrá de circunscribirse al abordaje del tema de la dignidad desde una perspectiva jurídica. Ello no debe ser interpretado como una limitación conceptual sino meramente metodológica, a la luz de la amplitud de la materia cuyo estudio se acomete, y que torna exigible imponer algunas fronteras. Sin perjuicio de ello, y tal vez en aras de encontrar otro justificativo razonable a esta decisión, entiendo que la vinculación entre dignidad y derecho en general -y derechos humanos en particular- es tan profunda que los vuelve inescindibles en su examen, atento a su naturaleza -como veremos- compartida, volviendo, por eso mismo, difícil su correcta determinación ontológica.

De allí, entonces, el tenor que tiene este estudio, no exento de crítica, por cierto pero no por ello, menos preocupado por el entuerto que conlleva la relación de la dignidad con los derechos humanos.

Primer acercamiento: los Derechos Humanos

Si hay algún producto genuino del pensamiento iusnaturalista es el concepto de derechos humanos. Esto es así porque si los derechos humanos pueden reclamarse aún en contra de las legislaciones consideradas opresivas o contra los actos de gobierno derivados de ellas, deviene evidente que aquellos reconocen su origen en principios distintos de éstas, de fuente no positiva, que torne posible la justificación de esos derechos en contra del precepto positivo o bien en su ausencia.

Con el giro “derechos humanos” se designa a una clase de derechos cuya nota esencial consiste en la de ser preexistentes a las leyes positivas. Así se desprende de las expresiones utilizadas en los instrumentos internacionales sobre la materia, de lo que se infiere que no se trata de una concesión del Estado o de meros usos sociales, sino de algo que se sigue de la dignidad intrínseca de todos los hombres y mujeres, con lo que ya anticipo el nudo de la investigación.

En este orden de pensamiento, Massini Correas se ocupa de remarcar que los derechos humanos son la parte fundamental de la ética social de nuestro tiempo. Su número no es taxativo sino que, a diario se incrementa la cantidad y variedad de esos derechos.

Desde un punto de vista general, algunos autores entienden que el concepto “derecho” significa una relación de tres términos entre un sujeto, una acción y otro sujeto y, dentro de este marco relacional, admiten cuatro posibilidades de concreción: el derecho-reclamo, la libertad, el poder y la inmunidad. En lo que interesa a los derechos humanos, adquieren singular relevancia las dos primeras categorías, a saber, el derecho-reclamo y la libertad. Los derechos-reclamo tienen como correlato las obligaciones de otros sujetos jurídicos y por objeto la conducta de esos sujetos, distintos al titular del derecho. Los derechos-libertades, por su parte, tienen su correspondencia en la ausencia de derecho a demandar de otro sujeto para exigir el cumplimiento de una prestación y su objeto radica en la conducta del propio titular.

Para Finnis, el núcleo de la noción de derechos está constituído por los aspectos básicos del florecimiento humano. Debe recordarse que, para los jurisconsultos romanos y hasta Tomás de Aquino, ius significaba la misma realidad justa. A partir de Suárez y Grocio, dicha primigenia significación se modifica y pasa a referirse a la facultad moral que tiene el sujeto jurídico, la que desemboca en un poder o en una libertad. Pero existe un límite, cual es el bien común, entendido como el cúmulo de los derechos de los demás. Los manifiestos que contienen los derechos humanos son sólo bosquejos del contorno del bien común, esto es, los diversos aspectos del bienestar individual en comunidad. La contribución de la referencia a los derechos humanos consiste en puntualizar lo que se encuentra implícito en el término bien común, a la sazón, que el bienestar de todos y de cada uno, en sus aspectos básicos, debe ser considerado y favorecido en todo momento por quienes aparecen como responsables de la vida en común.

Ciertamente que esta concepción debe ir acompañada de un adecuado sistema de valores que inspire alguna noción del ser humano, del desarrollo individual en la vida social a los efectos de seleccionar aquella especificación de los derechos que tienda a favorecerla o a impedir su frustración. Tal es la necesidad de esta referencia que, sin ella, desaparece todo criterio válido de especificación y cualquier derecho puede pertenecer a cualquiera sin ningún límite y en cualquier circunstancia.

La noción de derechos humanos resulta insusceptible de disociarse de la existencia de ciertos derechos cuyo fundamento exclusivo radica en la dignidad de la persona humana. La justificación primera de cualquier derecho humano reposa en un principio normativo, que no es otra cosa que una determinación del primer principio práctico según el cual el bien ha de hacerse y el mal evitarse y que admite la siguiente formulación: “todo hombre debe salvaguardar el carácter de persona de todo hombre”. Siendo ello así, es dable aseverar que derechos humanos son todos aquellos derechos subjetivos cuyo título consiste en la personeidad de su sujeto activo, o en alguna de las dimensiones básicas del desenvolvimiento de esa personeidad y de los que se es titular, los reconozca o no el ordenamiento jurídico positivo y aún cuando éste los niegue.

La perfección humana no se realiza en comunidad por virtud de un mero accidente o por azar, sino que es el propósito u objetivo mismo por el que los hombres se reúnen en sociedad. Y esta inevitable coexistencialidad en la realización de los bienes propiamente humanos, es la que torna necesaria la existencia de toda la trama de derechos y deberes que ordenan el intercambio de prestaciones que es preciso para la existencia y la buena vida en la comunidad política. Se trata de una íntima interrelación en la que cada derecho humano se ordena a la realización de uno o varios bienes humanos básicos y recibe, a su vez de éstos, su justificación objetiva. No puede olvidarse que la naturaleza humana es el fundamento del Derecho, en cuanto el hombre tiene una doble condición en la naturaleza. Por un lado, el ser humano se halla comprendido y penetra en ella como parte; por otro lado, esto es, en la cualidad constitutiva y característica de su ser, como sujeto que piensa, se refleja en la naturaleza, la resume toda en sí mismo y la pone y la comprende como idea suya.

Circunscribiendo el análisis a un ejemplo -que retomaremos más tarde-, es fácil darse cuenta que, así como el derecho a la inviolabilidad de la vida reconoce su fundamento racional en la eminente dignidad de la persona humana, su contenido o materia está dado por el respeto al bien básico de la vida en cuanto modo propio de la existencia de los seres humanos.

Este razonamiento obliga a introducirnos en el nudo de la cuestión propuesta a estudio: la naturaleza de la dignidad.

¿Qué es la dignidad?

La materia atinente a la dignidad humana invita a ser planteado como un problema o, por lo menos, como una cuestión dilemática que, en tanto tal, admite un número considerable de respuestas posibles. Es que la dignidad aparece, a la vez, y sin que pueda encontrarse contradicción en ello, como un calificante de derechos -en especial, los derechos humanos- y como un derecho en sí mismo, lo que la torna un fenómeno jurídico de difícil aprehensión.

La dignidad tiene un aspecto bifronte, mas no en sentidos opuestos sino, antes bien, en sentidos que me permito catalogar de endógeno y exógeno.

Afirmo lo primero porque nadie, a esta altura de la evolución del pensamiento jurídico, se atrevería, con algún grado de seriedad, a desconocer -y mucho menos a contradecir- la naturaleza esencialmente digna del ser humano. En otras palabras, no resulta desatinado aseverar que el hombre y la mujer se conceptualizan a sí mismos como dignos pero no ya como una mera calidad sino como una noción que naturalmente les pertenece; se expresa que “toda persona es digna” y no solamente, que “tiene dignidad”. Mas, también afirmo lo segundo, esto es, en un sentido exógeno, en cuanto la dignidad constituye otras categorías humanas, cuales son sus derechos y, para agregar otra nota caracterizante, no cualquier derecho sino, básicamente, los derechos humanos. En efecto, la dignidad es una nota que los atraviesa a todos por igual, que los impregna como si, simultáneamente, fuera característica y elemento constitutivo. Dicho de otro modo, como si sirviera, a la vez, para fenomenalizar los derechos humanos, mostrarlos exteriormente ante todos y, especialmente, ante el Estado como primer obligado a respetarlos y, a la vez, como elemento que conforma su esencia y sin el cual, aquellos derechos no podrían ni siquiera “ser”.

Sin embargo, a efectos de complejizar aún más el tema en estudio, no faltan quienes consideran que la dignidad es también un principio que, desde lo jurídico, implica su valoración como elemento de orientación interpretativa ante las situaciones controversiales que pueden llevarse a debate por ante los estrados judiciales. Predicar la naturaleza de principio que, según esta posición tendría la dignidad implica tanto como afirmar, primero, su carácter netamente jurídico y, segundo, su calidad instrumental.

La Dignidad como mandato normativo

La Declaración Universal de Derechos Humanos establece que “la libertad, la justicia y la paz en el mundo tienen por base el reconocimiento de la dignidad intrínseca […] de todos los miembros de la familia humana”. La Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre expresa que “todos los hombres nacen libres e iguales en dignidad y derechos […]”. También consagra el principio que manda que “el cumplimiento del deber de cada uno es exigencia del derecho de todos”. La Convención Americana Sobre Derechos Humanos define como propósito de los Estados signatarios la consolidación “en este Continente, dentro del cuadro de las instituciones democráticas, un régimen de libertad personal y de justicia social, fundado en el respeto de los derechos esenciales del hombre”. El Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos declara que “la libertad, la justicia y la paz en el mundo tienen por base el reconocimiento de la dignidad inherente a todos los miembros de la familia humana y de sus derechos iguales e inalienables”. Asimismo, señala la imprescindibilidad del goce de los derechos civiles, políticos, económicos, sociales y culturales a efectos de permitir el acceso al “ideal del ser humano libre, en disfrute de las libertades civiles y políticas y liberado del temor y de la miseria”.

De la sola lectura del texto de los tratados internacionales surge evidente que la dignidad de la persona es el fundamento que impregna a todos los derechos humanos enunciados en ellos. Existe una nota común, recurrente en todos ellos, según la cual la referencia sistemática a la dignidad resulta ineludible, ora como fuente, ora como elemento caracterizante o cualificante.

Las distintas concepciones sobre la dignidad

Como elemento interno: partícipe de la naturaleza humana.

Según lo apunta Germán Bidart Campos, la circunstancia que la dignidad esté consagrada como fuente inspiradora de los derechos humanos en general en los preceptos convencionales internacionales no implica que su ausencia autorice a predicar también la falta del derecho a la dignidad, habida cuenta que éste “deriva del hecho de ser, ontológicamente, una persona, y que el derecho debe reconocérsela por tal”.

Ahora bien, desde esa perspectiva decididamente ontológica, Ricardo García Manrique afirma que “la dignidad humana no debe ser considerada como un derecho ni como un grupo de derechos”. En efecto, sostiene dicho autor que “es el valor intrínseco y específico que poseen todos los seres humanos, es decir, el valor que poseen por el hecho de pertenecer al género humano”. Explica su posición excluyente de la dignidad como derecho diciendo que “debe ser considerada, en efecto, como la base o el fundamento de todos los derechos fundamentales pero, por esta misma razón, no puede ser considerada como un derecho fundamental, pues todos los derechos fundamentales sirven a su respecto y a su desarrollo”. Concluye que “precisamente es la conexión de un derecho con la dignidad humana la que lo convierte en derecho fundamental”.

Como elemento externo: justificante -o calificante- de los derechos humanos.

El objeto original del reconocimiento es esa dignidad esencial cuya presencia se predica en todos los hombres y mujeres. Por ello Malicki afirma, otorgando ya una calificación especial al derecho fundante de todos, que “el derecho a la vida humana digna es la expresión genérica en la que se encuentran subsumidos todos los demás derechos del hombre, pues todos ellos se encaminan a que el hombre viva dignamente”.

En orden a determinar la relevancia de la dignidad como elemento inspirador de los derechos fundamentales, bien vale tener presente la íntima relación que, conforme lo remarca Carlos Santiago Nino, tiene aquella con el principio de autonomía de la voluntad. Señala este autor que, “como directiva de moralidad social se da por defecto: en la medida en que adoptemos ese principio y no tengamos justificación para adoptar otros principios que prescriban tomar también en consideración propiedades diferentes de las personas, como la de su color de piel o grado de inteligencia, entonces la directiva que él establece importa un ingrediente fundamental de una concepción liberal de la sociedad. Asumiendo que no puede justificarse la adopción de principios que prescriban tomar en cuenta otras propiedades de los individuos, de la adopción de este principio de dignidad de la persona surge la ilegitimidad de instituciones o medidas que discriminen entre los hombres -p. ej., a los efectos de la distribución de recursos o de la asignación de penas- sobre la base de factores que no están sujetos a la voluntad de los individuos”, pudiendo extenderse el principio de dignidad de la persona de modo de abarcar otras propiedades de los individuos, a saber, sus creencias y opiniones. Por ello, es dable concluir que “nuestra dignidad como personas se ve menoscabada no sólo cuando nuestras decisiones son asimiladas, por ejemplo, a enfermedades, sino también cuando lo mismo ocurre con nuestras creencias y las opiniones que las expresan”, lo que ineludiblemente debe hacerse efectivo en un ámbito de libertad.

Con acierto señala Nino que “por un lado, el principio de autonomía parece implicar el de dignidad, puesto que se podría decir que lo que hace moralmente relevantes a las decisiones de un individuo es que su materialización forma parte de un cierto plan de vida cuya satisfacción el primer principio juzga valiosa”. Reconoce, empero, que, “por otro lado, parece que el principio de autonomía presupusiera el de dignidad de la persona, ya que el valor de la elección de planes de vida por parte de individuos implica que hay, por lo menos, un tipo de decisiones que pueden y deben ser atribuidas a esos individuos y que deben ser tomadas seriamente en cuenta cuando se actúa respecto de ellos”.

Los problemas derivados de la distinta concepción de la dignidad

Cabe advertir que, según sea la concepción que se tenga de la naturaleza de la dignidad humana, serán las consecuencias susceptibles de producirse para el sujeto de derecho de que se trate. Ello es así por cuanto no cabe duda que no es lo mismo pensar un sistema de derecho en el que se considere como parte de la esencia de hombres y mujeres a la dignidad que imaginar otro en el que esa misma noción se aloje en estratos secundarios de valoración, como un elemento meramente caracterizante y no de natural pertenencia.

Conforme se ha dicho, la materia es -sobre todo- dilemática, por lo que los problemas surgen al enfrentar las cuestiones relativas a los aspectos jurídicos más íntimamente vinculados con la existencia humana, a saber, el derecho a la vida -o a vivir, conforme una más moderna doctrina-, a la integridad física, a disponer del propio cuerpo, a la libertad y a las condiciones de su privación, o los derechos y libertades políticas, entre otros muchos. Tomemos sólo dos ejemplos, a saber, el derecho a la vida y la vinculación de la dignidad con el derecho penal.

El derecho a vivir.

Nadie puede dudar que participa de la naturaleza de los derechos humanos y no sólo por encontrarse expresamente mencionado en los tratados internacionales sobre la materia, de jerarquía constitucional en nuestro país, pues ello significaría una intolerable reducción positivista, sino porque, de algún modo, íntimamente, sabemos que somos incuestionables titulares del derecho a vivir. Sin embargo, esto que, como dijimos, resulta innegable, también plantea interrogantes que, en el caso concreto, exigen ser respondidos, a saber, ¿el derecho a vivir debe ser observado siempre, a cualquier costo y de cualquier manera? Y, en su caso, ¿por quién?

Así como la respuesta afirmativa asoma de primera intención, sin mayores dificultades, no es menos veraz que, en ciertos supuestos que no resultan tan difíciles de imaginar, también surgen dudas igualmente inevitables. Digo esto frente a los casos de enfermedades terminales de doloroso tránsito para el paciente y en el que los tratamientos que pueden serle prodigados no sólo son ineficaces sino también lesivos a su natural dignidad. Y aquí los interrogantes se agolpan con mayor claridad y no sin un dejo de dureza que agobia a quien tiene que tomar las decisiones finales: ¿Quién titulariza el derecho a vivir? ¿Cómo se ejerce ese derecho? ¿Se puede gozar del derecho a vivir haciéndolo de cualquier forma? ¿No forma parte del derecho a vivir el hacerlo con dignidad? ¿La administración de tratamientos ineficaces y dolorosos no es acaso agraviante al derecho a la dignidad? ¿Existe obligación de persistir en el ejercicio del derecho a vivir cuando no es calificado por la dignidad? En suma, todas estas preguntas me conducen al punto que subyace debajo de cada una de ellas, a saber, ¿hay un límite al derecho a vivir? y, en su caso, ¿quién es el autorizado para establecerlo? Va de suyo que no pretendo encontrar una respuesta a semejante inquisición en este trabajo, pero entiendo que los interrogantes formulados en el ejemplo resultan más que ilustrativos a la hora de verificar la relevancia de la dignidad como elemento nodal de un derecho sobre cuya esencialidad nadie discute, esto es, el derecho a vivir.

Si se admitiera, por vía de hipótesis, que la dignidad sólo ocupa un lugar secundario respecto de la esencia humana, sería sencillo restringir su función a la de un mero rol de principio interpretativo, el que sería considerado, en igualdad de condiciones, con otros principios jurídicos creados a los mismos fines.

Empero, si se juzga que la dignidad participa y constituye esa esencia humana, ya no podría justificarse una decisión que la omitiera por estimar su superación por otros elementos de idéntica jerarquía pues ¿qué hay más encumbrado que la esencia de la persona para definir situaciones en las que está en juego un derecho humano como su vida misma? Y habrá de convenirse que la vida -jurídicamente considerada- no está sola, sino calificada por su modo de ejercicio, nota esta última que sólo puede proporcionar la dignidad, cuya única titular es la persona afectada.

¿Dónde radica, entonces, la dignidad humana? Esta dignidad se fundamenta en el carácter personal de hombres y mujeres. Pero la inviolabilidad de la persona depende de que a ningún hombre o mujer le corresponda juzgar si otro posee o no los rasgos fundamentales de la personalidad. Los derechos humanos dependen del hecho de que nadie cuenta con la prerrogativa de definir el círculo de aquellos a quienes corresponden o dejan de corresponder.

Si la pretensión de pertenecer a la sociedad humana quedara librada al juicio de la mayoría o de una determinada minoría, habríamos de definir en virtud de qué propiedades se posee dignidad humana y se pueden exigir los derechos correspondientes, significando ello mismo, la supresión absoluta de la idea de derechos humanos. Bien vale el ejemplo de lo inquirido por Platón: “¿Y no diremos que pensaría en esto Asclepio cuando dictó las reglas de la medicina para su aplicación a aquellos que, teniendo sus cuerpos sanos por naturaleza y en virtud de su régimen de vida, han contraído alguna enfermedad determinada, pero únicamente para estos seres y para los que gocen de esta constitución, a quienes, para no perjudicar a la comunidad, deja seguir el régimen ordinario, limitándose a librarles de sus males por medio de drogas y cisuras, mientras, en cambio, con respecto a las personas crónicamente minadas por males internos, no se consagra a prolongar y amargar su vida con un régimen de paulatinas evacuaciones e infusiones, de modo que el enfermo pueda engendrar descendientes que, como es natural, heredarán su constitución, sino al contrario, considera que quien no es capaz de vivir desempeñando las funciones que le son propias no debe recibir cuidados por ser una persona inútil tanto para sí mismo como para la sociedad?”.

Esta imposibilidad de que alguien tome decisiones inherentes en exclusividad a un sujeto determinado, extraño a él, en tanto titular único del derecho humano de que se trate, es establecida por la dignidad que, en bioética, inspira el principio de autonomía que excluye, como veremos luego, la instrumentación de la persona.

El derecho penal

Otra de las áreas en las que se manifiesta con singular vehemencia la dignidad es, sin dudas, el derecho penal, en el que el objeto de nuestro análisis aparece como un valladar insuperable para la pretensión punitiva del Estado. Así lo dan a entender las disposiciones contenidas en los arts. 18 de nuestra Carta Magna; 5 de la Declaración Universal de Derechos Humanos; XXV de la Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre; 5 numeral 2 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos; 7 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos y las normas de la Convención contra la Tortura y otros Tratos o Penas Crueles, Inhumanos o Degradantes, todos incorporados a la Constitución Nacional por imperio de lo preceptuado por su art. 75 inciso 22.

En este sentido, la fuente inspiradora y fundante de los derechos que titulariza el ser humano es la dignidad, entendida como “una posición de preeminencia del sujeto al que se refiere”, conforme lo señala Guillermo Yacobucci y que, “como principio material o configurador en el ámbito penal, implica la problemática de la alteridad -del derecho de los otros- en tanto la convivencia social y política aparece como el campo de desenvolvimiento de la personalidad humana (…) En ese sentido, se habla en nuestro tiempo de la dignidad de la persona como freno frente al ejercicio abusivo de los derechos…”. Ello es así porque “en el estado de derecho, dice Roxin, al individuo se lo debe proteger no solo mediante el derecho penal sino también del derecho penal. De allí la necesidad de límites al empleo de la potestad punitiva, uno de los cuales debe aparecer constituido por la elaboración de principios que rigen el poder sancionador estatal”.

Lo que la dignidad es

Según lo recuerda Carlos Santiago Nino, “el principio de dignidad de la persona, que prescribe que los hombres deben ser tratados según sus decisiones, intenciones o manifestaciones de consentimiento, parece ser tan básico que resulta casi vacuo como directiva de moralidad social”. Propone también este autor la extensión del concepto de dignidad a otras propiedades de los individuos como las creencias y opiniones de la gente y que también contribuyen a constituirlo como individualidad independiente o autónoma, influyendo, de tal suerte, en la conducta personal ante el delito.

Siguiendo al mismo Yacobucci, cabe anotar que, “… al hablar de ‘dignidad humana’, lo que se quiere expresar es el lugar privilegiado que tiene el hombre en relación con los otros seres, es decir, su rango superior y diferente respecto de estos”. Citando a Spaemann, expresa el autor mencionado que “el hombre no tiene, propiamente hablando, valor, sino dignidad, pues un valor es intercambiable con otro y puede entrar en un cálculo comparativo, mientras que la persona no. La dignidad, así considerada, es la propiedad merced a la cual un ser es excluido de cualquier cálculo por ser él mismo medida de cálculo”.

En el pensamiento moderno se ha ponderado la calidad de persona como un absoluto no únicamente desde el punto de vista metafísico, sino también existencial y fenomenológico. A mérito de ello, Cornelio Fabro explica que la persona, antropológicamente considerada, es la manera de ser peculiar del hombre y la mujer en la totalidad del cosmos y comprende tres componentes: un aspecto psicológico, otro evolutivo y otro, ya de tipo individual, de orden caracterológico. De allí que para Lersch, la noción de persona abarca un ámbito más amplio e indica, con respecto a la construcción ontológica del mundo, al hombre como naturaleza irrepetible e inmutable que, a lo largo de las múltiples actuaciones y contenidos de la vida vivida realiza y experimenta en y con el mundo. Es por esta razón que el sentido de la dignidad humana se relaciona, en la tradición del pensamiento occidental, con las ideas de racionalidad, conciencia, espiritualidad, libertad, señorío y autonomía.

Así es como Fabro señala que “se puede distinguir un doble momento en la estructura real de la persona: el primero, inicial, que está constituido por la naturaleza racional, inteligente y libre del hombre; el segundo, terminal, que se refiere y expresa el ejercicio actual de la libertad como estructura de medios para alcanzar un fin y, por consiguiente, como unificación y coordinación de valores. En este segundo sentido, que goza de la preferencia del pensamiento moderno, la perfección indica la persona en acto, es decir, la persona que afirma los valores a los que su ser está dirigido. La persona es, por tanto, la síntesis del aspecto estático y dinámico de un ser espiritual considerado como comprometido en la consecución del fin propio”.

Por su parte, Francisco Fernández Segado y Joaquín Ruiz-Giménez destacan, en aras de evitar la destrucción de todo significado al concepto de dignidad humana, la noción de “dignidad básica o radical”, que no admite discriminación alguna y corresponde a todo miembro de la especie humana. También es posible hablar de una “dignidad ontológica”, correspondiente al estatuto de ser dotado de inteligencia y libertad, que de suyo no se vincula con la edad, la salud mental de la persona o la situación concreta que esta atraviese a ese respecto, sin perjuicio de ciertas consecuencias jurídicas que le sean aplicables.

La personalidad es, de tal suerte, una constitución esencial, no una cualidad accidental, no depende de ciertos estadios de desarrollo o de la actualización de ciertas potencias.

La dignidad de la persona nunca puede ser absorbida por la convivencia social, ya que esta es parte de las posibilidades de realización de la primera. Dentro del orden comunitario las personas actúan y se relacionan unas con otras, buscan y defienden bienes y fines individuales y comunes, aunque unos y otros lo sean como bienes propios. En la dignidad de la persona están implicados los factores propios de su ontología y aquellos inherentes a su libertad. En este sentido, la dignidad humana, dentro de la vida social y política, reclama el ejercicio ordenado de la libertad a través del llamamiento primario de los valores y fines comunes, preservando en todo momento aquel espacio de interioridad y realización propia que es reclamado por la seguridad de cada hombre, con una vida y un fin por realizar existencialmente. Así, de la existencia misma de la persona surgen determinados deberes y derechos que reciben la denominación de humanos, por su casi inmediata vinculación con las necesidades fundamentales para el desenvolvimiento de los hombres. Se trata, obviamente, de derechos que no son creados ni construidos propiamente por las instancias del poder político, sino, antes bien, que deben ser reconocidos por este como primer nivel de legitimación en la toma de decisiones.

Se torna necesario, entonces, distinguir entre la dignidad en un sentido radical, básico y estático y en un sentido vinculado a deberes y normas, es decir, en un sentido dinámico. Desde la primera perspectiva se hace referencia a la dignidad que posee toda persona por el solo hecho de serlo, sin importar otra cosa que su entidad humana, siendo posible predicar, por ello, que todos los hombres son iguales en dignidad. En cambio, desde la segunda mirada propuesta, lo que se manifiesta es el lugar que cada uno ocupa de acuerdo con el uso que hace de su libertad, involucrando un juicio de valor acerca de los comportamientos exteriorizados por la persona.

Atisbos de conclusión

Ahora, entonces, cabe inquirir acerca de la respuesta que debe darse a mi pregunta inicial, a saber, ¿qué es la dignidad?

Si bien es cierto que existen posiciones que se pretenden a sí mismas antagónicas en cuanto a la naturaleza que le adjudican, no lo es menos que ninguna de ellas se expresa con el grado de cerrazón necesaria como para que se puede predicar su incompatibilidad absoluta. No pretendo arrimarme a cómodas posiciones de un forzado eclecticismo, habida cuenta que, por lo que general, éstas nada dicen de la verdadera esencia de las cosas. Antes bien, lo que persigo es ser riguroso en la admisión de los caracteres que nutren la materia y, de allí, extraer las conclusiones necesarias para dirimir la cuestión, asumiendo el riesgo que toda conceptualización comporta.

En definitiva, entiendo que ningún obstáculo serio se levanta para afirmar que la dignidad es un elemento constitutivo de la naturaleza humana, que participa de ella y, como tal, basta sólo predicar la existencia de una persona para reconocer, de inmediato y sin solución de continuidad, la presencia también de su dignidad.

Y así como se afirma que el derecho a vivir o el derecho a la libertad residen en el sujeto humano, con jerarquía de esenciales, también cabe decir lo propio de la dignidad sin que, por ello, pueda mentársela como algo separado o separable de la persona, siendo este carácter el que verdaderamente la distingue de los demás derechos humanos. Veamos por qué:

* Porque aún un derecho tan altamente considerado como la vida puede llegar a practicarse sin dignidad, generando, de tal suerte, el pertinente derecho al reclamo a la restitución de su ejercicio en plenitud, lo que implicaría añadirle la calidad de digna. Más aún, no faltan ejemplos en los que, ante la ausencia del calificante de vida digna, su titular ha preferido abdicar de aquel.

* Porque la dignidad inspira a todos los demás derechos humanos de modo tan determinante que, ante su carencia, dejan de existir para el hombre o la mujer que los posee. Un claro ejemplo de esto que digo es el derecho a la libertad, noción que no puede llegar a entenderse si no es conformada con los rasgos de la dignidad. No se puede ser digno siendo, a la vez, huérfano de libertad o libre, siendo privado de dignidad.

* Porque si, como algunos proponen, sólo se tratara de un principio interpretativo en materia de derechos humanos, qué razón habría para no postergar -o, en su caso, prescindir totalmente de- su aplicación ante la ocurrencia de conflictos en los que resultaran involucrados otros intereses tan relevantes como, por ejemplo, los sociales, consistentes, entre otros, en que se busque y castigue al presunto autor de un delito, sin parar mientes en los métodos empleados a tal fin.

* Porque, si realizamos un simple ejercicio de imaginación consistente en suprimir a la dignidad, veríamos con cuánta facilidad desaparecerían de la faz del derecho todos los derechos humanos, sin excepción alguna y, por ello mismo, sin posibilidad de reclamo por parte de quienes resultan sus titulares.

* Porque, en suma, siendo la dignidad, simultáneamente, un derecho humano y un elemento constitutivo de la naturaleza de hombres y mujeres, sin que pueda argumentarse con éxito en contra de esta proposición, una imposibilidad lógica, atraviesa por igual a todos los derechos humanos, los inspira filosóficamente, los motiva a la actuación, los impregna de fundamento, los califica en su ejercicio y, finalmente, los ratifica ante su desconocimiento, lesión o amenaza.

Concluyo, entonces, que la noción de dignidad no puede ser extraña a ninguno de los derechos humanos y, por esa misma razón, tampoco puede dejar de ser considerada, en sí misma, uno más -quizás el más importante- de entre la constelación de derechos humanos, mereciendo su respeto y observancia por parte del Estado, paradójicamente, su principal vulnerador, no obstante ser el primer obligado a verificar su cumplimiento y satisfacción.

No me son extrañas las posiciones doctrinarias que pretenden ver en la dignidad una materia exógenamente impuesta a los seres humanos, bien sea que se intente justificarla en decisiones de Dios o de un mandato de igual entidad sobrenatural. Estimo que ni siquiera estas prédicas quedan excluidas del planteo que aquí se efectúa, habida cuenta que no interesa tanto que coincidamos en su fuente como en reconocer su presencia y las consecuencias que de ella devienen. La persona, por el solo hecho de serlo, es digna y merecedora, por ende, de ejercitar en plenitud todos los derechos humanos que tal calidad le confiere y autoriza, con abstracción de lo que el Estado u otras personas distintas a ella pretendan adjudicarle o negarle, por vía de una positivización legislativa inadmisible en cuanto tiente ser limitadora de aquellos, sin causa que justifique la restricción.

Es por tal razón que sostengo que la dignidad hace a la persona, la constituye, la conforma de manera irremediable pues, así como la prepara para todo lo bueno que el goce de los derechos humanos significa, también la condiciona para experimentar todas las afrentas que a éstos se le dirigen y todas las incertidumbres y consecuencias que su ejercicio conlleva, a saber, la determinación concreta de su alcance en cada caso, las adopción de decisiones difíciles como derivaciones de la libertad y, sobre todo, la permanente -y angustiante, agrego- tensión existencial entre derechos de igual naturaleza aunque de distinta jerarquía en cada supuesto vital que se presente al sujeto.

Pero nada de lo dicho hasta aquí me releva del deber de exponer el rasgo que, a la luz de los conceptos vertidos, estimo definitorio de la dignidad a la hora de caracterizarla; bien sea que se opte por considerarla constitutiva de la persona, de sus derechos en cuanto tal -como es mi caso- o cualificante -que tampoco juzgo excluída de aquella perspectiva- de derechos humanos; a saber, el de ser el principal valladar que impide trasformar al ser humano en instrumento, alejándolo de su “ser en sí mismo”.

Entender este aspecto de la dignidad es fundamental por cuanto significa comprender el meollo mismo de la cuestión atinente a su naturaleza: la utilización de hombres y mujeres al servicio de intereses y objetivos que no les pertenecen es la muestra más cabal de su despojo. Ya sea que se trate de la lisa y llana explotación económica, sexual o laboral o de la inconsulta apropiación de su cuerpo para la realización de prácticas técnico-científicas, así como de la -en ocasiones, nada sutil- expropiación de la voluntad electoral general para torcer decisiones que, sin embargo le atañen también a la persona individual, el resultado lesivo para ésta es idénticamente grave y, la mayoría de las veces, irreversible. De ahí la importancia de no resignar ni un ápice de nuestra dignidad. Hacerlo significaría tanto como sacrificar siglos de doloroso aprendizaje acerca de las consecuencias de su pérdida y echar al irremediable olvido a quienes dejaron hasta su propia vida en la lucha por ella. No ser utilizados, no ser mutados en simples instrumentos a disposición de otros es el verdadero valor de la dignidad: impidiendo a otros tomar decisiones que sólo a nosotros compete asumir; erigiéndose en obstáculo para el avasallamiento de un Estado asfixiantemente arbitrario, aún cuando invocare las más plausibles razones sociales; constituyéndose en inexorable frontera para el avance desmedido de los poderosos frente a los débiles de un sistema funcional a los privilegios de aquellos; formando un dique que contenga las ansias irracionales de moda que, en su desesperación, llegan a ofrendar la libertad en el altar de la seguridad.

El riesgo -porque entiendo que hay que denunciarlo- consiste en que, como lo señala Nino, la enorme evidencia de la dignidad y su íntima relación con la persona, la desdibuje o la torne una noción vacua de significado. Esa es la falacia de los interesados en suprimirla, aduciendo que, por ser connatural al ser humano no es posible definirla ni caracterizarla. No podemos permitirnos caer en ella, asumiendo con responsabilidad, entonces, el deber de estudiar con rigor su entidad y alcances, una y otra vez y tantas como sea necesario, debatiendo y reflexionando sobre ella, pues, en definitiva, eso es lo que no desean los enemigos acérrimos de la dignidad, siempre prestos a ignorarla, al menor descuido. Esta es la ventaja que no hemos de dar, como único remedio para hacer posible ese mundo sin desprecio que profetiza Juan Gelman en los versos que inauguran este trabajo.

Bibliografía

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